El hombre daba vueltas por la pequeña habitación. Contaba los libros. Los mismos libros que ya contó tantas veces. Por alguna razón que ignoraba, el resultado era siempre diferente. Esto último lo inquietó.
El hombre ha delineado un universo circunscripto por esos libros -que insiste en enumerar-, un sofá y el teléfono. Por ahora -y porque el hombre lo ha dispuesto- ése era su universo.
Se recuestó en el sofá, boca arriba. Miró el techo y sospechó un universo, otro.
Recordó un momento de su vida, cualquiera. Supo que era un instante impreciso. Supo, también, que no era exacto, que estaba confuso entre otros momentos, incluso algunos que no vivió, pero que creía haber vivido y que con el tiempo se habían hecho reales.
Por fin, decidió tomar el teléfono y hablar con Ernesto.
En este acto, aún sin pretensiones, puede conjeturar una conclusión. Con seguridad un final que tampoco ha vivido y que, quizás, tampoco vivirá. Pero cree saber que infiriendo el desenlace, ya lo ha evitado.
Piensa que si revela su culpa, acaso podría mitigar la desgracia.
Recontó los libros, ya en el límite del tedio. El resultado era distinto. Comprendió que ésa era la razón de enumerarlos.
Aquella leve tarde de un septiembre austero, él, el otro, habría de cumplir con un recado.
Por algo más de una hora, anduvo por la zona, llevaba sus pasos y un vago recuerdo de otro universo. Al principio dando vueltas y mientras contaba las casas de color blanco. Operación que por caprichosa, resultaba siempre distinta.
Había encontrado el edificio de la víctima, con el vetusto automóvil estacionado en el frente.
Consideró que aún era temprano y buscó un quiosco para comprar cigarrillos.
Ahora, tomó el teléfono, sintió que antes ya lo había hecho. Sin embargo, conocía también, que en cualquier universo, los hechos jamás son inéditos.
La realidad es un vórtice, pensó.
Entonces él, el otro, se supo más sosegado. Encendió un cigarrillo dando una pitada larga que le quemó la lengua. Un sabor entre acre y enmohecido le hizo escupir.
Volvió al frente del edificio. Supuso -siempre prefería suponer- que ahora era menos grave.
Tanteó el revolver en la sobaquera y volvió a mirar el edificio. Parecía existir una simbiosis entre el arma y el cemento. Aunque ahora, al edificio, lo creyó más antiguo.
Contó los pisos por cuarta vez -antes lo había hecho en silencio, ahora los contaba en voz alta para sí-. Ninguna vez el resultado era el mismo, y eso le daba una sensación de inestable tranquilidad.
Cuando terminó de marcar el último número y pudo imaginar el gesto de asombro del otro -porque siempre prefirió imaginar-, supo que podía ser tarde. Y supo, también, que el recuerdo es una trampa.
Dejó el teléfono en su lugar antes de que sonara la primera campanilla. Aquel gesto, el de dejar el teléfono, cambiaba los hechos. Por un momento él era el otro. Sin embargo, también los hechos cambiaban sólo por un momento.
Miró su reloj y supo que ya era la hora precisa. Ese instante o cualquiera era igual pero creyó saber, aunque ahora él fuera el otro, que se trataba del instante correcto.
Abandonó, por la mitad, el decimocuarto recuento de los pisos. De todas maneras, sabría que el resultado sería diferente que la vez anterior. Cruzó la calle angosta y oscura. Bordeó el vetusto automóvil.
La puerta del edificio estaba cerrada. Esperó a que alguien saliera.
Esa espera podía terminar en un encuentro si acaso quien salía era el otro.
Entonces decidió tomar otra vez el teléfono y hacer la llamada.
El no lo había matado y podía asegurarlo, si le confesaba al otro, una verdad sólo posible en su universo. Esta vez, si completaba la operación se sorprendería cuando escuchara el cuarto timbre.
Esperó, mientras recontaba los libros otra vez.
Subió al ascensor y oprimió, con disgusto, la tecla número cuatro. Enumeró los pisos mientras subía y no supo porqué el resultado fue cinco. La puerta estaba entrecerrada, gravitando en la espera.
Ahora estaba sobre el sofá, lo llamaba para decirle que él no lo ha matado. Pero no se sorprendió cuando vio el arma que precedía al otro.
Luego del quinto intento, dejó el auricular en su sitio, sabía que no era el momento. Se levantó. Recorrió por decimocuarta vez la habitación, y contó los libros.
Supo, o creyó saber, que no podía dilatar la acción, y mientras Eugenio, sorprendido, con asombro, colgó el teléfono, oprimió el gatillo.
La escena no se detuvo.
Ahora, él es el otro y cuenta los libros. El resultado siempre es distinto. Eso lo inquieta.
Da vueltas por la habitación.
Se recuesta sobre el sofá, boca arriba. Mira el techo y sospecha un universo, otro.